jueves, 17 de diciembre de 2009

D E C I R . . . N O (del libro "El tiempo suspendido"

“Yo no tengo una canción desesperada” me dije aquel día después de decir lo contrario en lugar del que la cantó hondo y para siempre.

Era un atardecer gris y turbio que se hizo blanco por el aro de luz que lo envolvía porque no hay dudas de que los otros, los todos que allí estaban lo habían aureolado.

Yo estaba allí porque me habían dicho: “ Tenés que decirlo, tenés que vestir tu voz con la canción del grande, el que cruzó las orillas de las montañas para que aquí consagraran su verso, y fue el primero”. Y sin embargo, yo me dije después de las palmas como truenos: “yo no tengo una canción desesperada”, y su canción se me murió por dentro mientras mis miradas recorrían la antipoesía de su rostro, la tosquedad de su cuerpo, la opacidad cadenciosa de esa voz, su voz.

A pesar de, yo estaba allí, a expensas de la voluntad que vivía más allá de la piel y más acá de mis otros tiempos que, sin quererlo, se dibujaban jugando en los ojos atentos, en las bocas cerradas apretadamente para que hasta lo inaudible les llegara y pudieran amasarlo en sus oídos.

Es que yo no quería, pero tuve que recorrer su canción desesperada, tuve que hacer de cuenta de que yo también había escrito los versos más tristes esa noche porque así era el mandato, aunque él, el otro él, estaba conmigo, aunque no podía entender qué pasaba con el grande, tan grandote y feo, tan tosco y rudo, tan antipoético. Pero seguí metida en la piel de sus palabras, seguí diciendo como si fuera él, seguí hasta el final de su final hasta sentir su abrazo y su “¡gracias!”, hasta sentir que debía creer en que mi voz no era prestada, no era aquella cosa que salía del refugio para recorrer su camino como si fuera el mío, como si fuera la transferencia de su estar en el territorio oscuro de no querer saber que él, el grande, era el vocero de las experiencias del mundo.

Y me fui. Pero me fui tanteando pasillos de paredes brillantes, de paredes repletas de palabras, de palabras sostenidas y apretadas unas contra otras, todas llenas de permanencias y promesas, de deseos, de invitaciones, de ganas de que mis manos, mis ojos, mis oídos, mi boca y toda yo, se apoderara de ellas, las absorbiera, las cultivara, las peleara y al fin las aceptara y para siempre. Y me quedé. Y me detuve en cada pared, en cada estante, en cada lomo, y estiré mis manos y fueron uno, dos, tres, seis los que mis brazos pudieron abarcar y fueron uno a uno los que mis ojos pudieron recorrer, los que mis sentidos pudieron percibir, los que mis pensamientos pudieron asimilar, los que mis sentimientos pudieron disfrutar.

Una especial distancia me separó del grande. Una especial canción recorrió todas las yemas de mi cuerpo como si todas mis formas fueran manos que buscaran la salida.

El Ateneo siguió aferrado a la florida ruta permanentemente rumorosa y continúa siendo imán de memorias. Medio siglo de mi decir NO a la canción desesperada. Medio siglo ganado a la distancia.

Kelly Gavinoser (copyright, 2004)

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